Faltaban sólo tres meses para que Martín viniera al mundo. El bebé vivía en un lugar confortable, tranquilo y calentito donde todas sus necesidades estaban cubiertas, el útero de su madre. Era capaz de reconocer sensaciones que le daban serenidad. Había un sonido que venía del exterior que lo calmaba especialmente, la voz de su madre. A veces, cuando su mamá estaba alterada, respiraba más agitadamente y provocaba que Martín lo hiciera también. Ese estado al niño no le gustaba nada y empezaba a dar patadasen señal de protesta porque el movimiento formaba parte de él desde el inicio de la gestación y era la única manera que tenía de comunicarse. En esas ocasiones era como si su mamá se hubiera olvidado de que estaba ahí dentro y de que la comunicación con su hijo era constante y que no había nada que hiciera que no acabara repercutiendo en el pequeño, ni bueno ni malo. Y es que los estados de la madre, tanto los físicos como los emocionales, influyen directamente en el futuro bebé.
María había tenido un embarazo semana tras semana tranquilo y totalmente consciente de la vida que se abría paso en su interior pero al llegar el último mes de embarazo todo empezó a acelerarse en su cabeza, en su cuerpo y como consecuencia en la vida de Martín.
De repente faltaba todo por hacer. La cuna por montar. El color que habían elegido para la habitación del niño no le gustaba. Tenía ropa de bebé recién nacido para poner una tienda y aún le parecía poco, dos personas le habían regalado el mismo juguete y le parecía mal decirle a una de ellas que lo cambiara. Hacía y deshacía el bolso para subir al hospital todos los días. Aunque lo que realmente la estaba sacando de quicio era el tema de la ropa de primera puesta.
Jamás hubiera pensado que ese tema era tan importante, pero a juzgar por el trajín que se traían las abuelas del niño y las tías mayores, empezó a convertirse en el principal asunto de conflicto. La primera puesta era esa ropita cuidadosa y concienzudamente escogida que Martín llevaría en el trayecto que va desde la salida del hospital hasta la llegada a su casa. Era su tarjeta de presentación al mundo y por lo visto esa primera ropita de bebé marcaría para siempre el futuro del niño.
¡Dios mío!, su primer hijo iba a llegar, el mundo hasta ahora conocido desaparecería para siempre, ella no estaba preparada y todavía no había decidido qué le iba a poner por primera vez.
Si Martín hubiera podido manifestarse con palabras, le hubiera dicho a su madre que él no necesitaba nada de eso. No necesitaba una habitación para él solo, ni un armario lleno de ropa, ni muchos juguetes ni peluches con su nombre bordado. Él bastante iba a tener con la adaptación de un mundo acuático que era en el que vivía ahora mismo a un mundo aéreo que era el mundo que lo recibiría. Le hubiera dicho que en un primer momento iba a llorar porque no conocía nada de su nuevo entorno y estaría asustado e intentando respirar y sobre vivir, y también le hubiera contado que lo único que necesitaba para sentirse seguro era el contacto con su madre que, a fin de cuentas, era a lo estaba acostumbrado desde hacía nueve meses.
Estaba acostumbrado a su olor, a su tacto a través de las paredes del útero que tantas veces había rozado durante la gestación. El tic tac del corazón de su progenitora había marcado el suyo propio y su voz le había calmado durante todo este tiempo. Eso es lo único que necesitaba, sentir que su nueva vida era una continuidad de la anterior y que poco a poco y con la seguridad que le proporcionaran sus papás se podría adaptar a su nuevo mundo. Necesitaba ser alimentado, estar limpio y ser arrullado. Y en ese arrullo, mirando a su mamá mientras ella le daba de mamar, iba a ser como Martín creciera seguro. Porque la madre y el bebé son uno durante la gestación, el parto y el primer año de vida y lo más importante para ambos es que se dé un vínculo insoldable. Llegamos desnudos a este mundo y nuestro mejor traje, siendo bebés, siempre será la piel de nuestra madre.
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